Recuerdo los veranos en la casa de la playa. Mis abuelos los pasaban en la costa, en un barrio de bungalows monísimos, el barrio de los pescadores. Se llamaba así, no por que vivieran allí pescadores, queda a un kilómetro de la playa, sino porque los nombres de las calles estaban dedicados a «pescadores de hombres»: Velázquez, Juan XXIII o Isaac Albéniz, entre otros. Allí que nos íbamos mi hermano y yo, a hacer compañía a mis abuelos y a liberar un par de semanas a nuestros padres de tenernos bajo su cargo, criaturas.
La casa de la playa tenía dos entradas. Una entrada tenía un patio coqueto, con su verja blanca, con sus arriates, con su manguera y con su jofaina de zinc gigante, pero que se utilizaba poco. No obstante, recuerdo que mi abuelo lo cuidaba con esmero. Regaba y podaba las plantas, y le daba su capita de minio a los barrotes antes de pintarlos. Ahora es mi padre el que en nuestra casa cuida de que las plantas estén bien atendidas y nos recoge las mejores rosas. A mi abuelo se lo llevó la edad, o el Señor, que es lo que preferimos creer en casa.
La otra entrada era la de la cochera. Con los mismos barrotes, rara vez se utilizaba como cochera y normalmente se convertía en la puerta principal. A mí me gustaba, porque eso hacía nuestra casa diferente del resto de las casitas del barrio. Ahora pienso que, además, la hacía abierta, pues la vida se desarrollaba en el patio interior de la casa, conectado con la cochera por un porche. Todas esas puertas solían estar abiertas cuando había gente en la casa, un gusto que cada vez nos podemos dar menos. El patio interior olía a jazmín, y aún hoy cuando ese olor se desliza por mi nariz, el hipocampo me lanza retrospectivas de mi más tierna infancia.
En uno de estos flashbacks estamos mi madrina y yo, antes de ser mi madrina, entonces sólo tía. Estamos en el patio de la casa, no recuerdo muy bien qué hago yo. Sé que soy prepúber, como mucho, y que mi tía está pelando melocotones que saca de un cubo con agua. Sé que me encantaban como ahora, o más. Mi tía me explica que su tía Carmen, se ponía igual que ella y los pelaba, y le decía: «¿Quieres un poco?». Entonces, del melocotón pelado la tía Carmen cortaba un casco con el cuchillo y se lo daba a mi tía. Y eso es lo que ella hace conmigo. Pela. Corta. Comparte. Recuerdo mirar el trozo de melocotón como agua de mayo. Es la manera ideal de calmar sed y hambre. Recuerdo el zumito, que chorrea por mis dedos. Recuerdo que mi tía deja de preguntar y me sigue dando un trozo tras otro. Y sonríe.
Arrancado de mis entrañas gracias a estos textos de Elena Medel, del especial de Córdoba de Granada ciudad poética.
paraepiephedrín en posts, vía ocular
No luches con monstruos para así no convertirte en uno de ellos: si contemplas el abismo, el abismo te devuelve la mirada.
– Nietzsche
melocotones
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 efectos secundarios:
Son recuerdos muy bonitos. Los mejores recuerdos, siempre en verano.
Ah, la infancia. Lo poco que dura y la de vueltas que le damos. No conozco a nadie obsesionado con su menopausia o con su madurez temprana; sin embargo, todos nos pasamos la vida ahelando la infancia y la cualidad onírica y eterna de sus veranos.
En fin...
Yes, ladies. Es que todo lo que no se puede cubrir de polvo, por inmaterial, lo cubrimos de caramelo.
Publicar un comentario